Estoy reflexiva. Y no es habitual en mí, a pesar de lo que pudiera parecer por mis estudios, formaciones y algunos escritos de este blog.
No, soy una mujer que me gusta vivir en primera persona lo que otros leen o ven en las pantallas. Pero, sin embargo, también tengo el convencimiento de que es necesario ejercitar nuestros tres centros (intelectual, emocional, de acción) –respetando nuestra inclinación a alguno de ellos, eso sí, pero sin excusarnos en ella– para acercarnos a un equilibrio entre los tres más sano y ético. Yo disfruto más «haciendo» y «sintiendo» pero sé que me hace bien reflexionar, parar.
Reflexionar no es rumiar, no es dejarnos arrastrar por los pensamientos, no es fantasear, no es hacerse pajas mentales. Es estudiar algo, propio o ajeno, introduciendo el razonamiento y la crítica para construir algo que nos amplíe la perspectiva (me acabo de inventar esta definición así que ya me diréis qué os parece).
Os dejo, que voy a continuar reflexionando, jeje 😉
«…La velocidad no conduce a pensar, ni a pensar a largo plazo. El pensamiento requiere pausas y descansos, exige que ‘nos tomemos nuestro tiempo’, que recapitulemos los pasos que hemos dado, observando cuidadosamente el lugar al que arribamos y evaluando la sensatez (o la imprudencia, según el caso) que nos llevó hasta allí. Pensar nos distrae de la tarea del correr y mantener la velocidad. Y en ausencia del pensamiento, la carrera sobre hielo delgado que es la suerte de los individuos frágiles en un mundo poroso puede confundirse con el destino» (Zygmunt Bauman en Modernidad líquida).